Las cosas
Hace un par de años que la Pfaff, la máquina de coser, ya no se escucha. Su ronquido
tembloroso, como voz de fumador, daba cuenta de las horas que pasaba prendida
mientras en ella se hacían vestidos, arreglos de ropa, cortinas o cualquier tipo de adornos
para el hogar.
La Pfaff fue la primera de ocho máquinas que componían el taller de costura, en donde
no solo estaban las máquinas de coser, también los figurines más destacados de la
época y cuanta revista de moda internacional había./Armada de botones, agujas, metro,
papel, tizas y pinzas, ella tomaba medidas a sus clientas, vecinas del barrio y familiares,
mientras hablaban del color de moda, las diferentes siluetas y tipos de tela con los que se podía hacer el vestido, todos ellos materializándose en esa hermosa máquina de
coser./ “La consentida”, la llamaba, porque fue su primera adquisición cuando por fin,
decidida a no depender más del marido, ahorro unos cuantos pesos, producto de las
ventas de helados que tenía en su casa, y se compró ella misma su primera Pfaff./
No era una máquina cualquiera: su color negro azabache combinaba con los
grabados florales color oro, esparcidos por toda la superficie en forma de
trébol, la tabla donde se apoyaba, era de un cedro finísimo, pulido y esmaltado que dejaba
ver la pureza y forma natural de la madera; y en su parte inferior, se encontraba la rueda y
los pedales, hierros forjados que parecían más rosetones entretejidos, hermosamente
pensados. Una pequeña obra de arte para quien hacía magia con sus manos./
Allí, ella pasaba horas, sentada ante su máquina de coser. Al verla, uno la sentía segura, rápida en su oficio de artesana, precisa con su metro engarzado al cuello, mientras pinzaba con agujas aquí y allá. Su cuidado por el detalle, la paciencia para coser y descoser, la creatividad para
resolver encrucijadas de diseño y geometría, la convertían en una gran creadora y en alguien que a través del silencio y la observación, iba desarrollando un agudo sentido de la estética./ Cuántas angustias y alegrías pasadas por aquellas manos creadoras a través del pie de prénsatelas, hundiendo el pedal para poner en marcha la creación, retrocediendo cada tanto, enhebrando los hilos para seguir uniendo los pedazos que luego irían a parar a la misa dominical, a la reunión de oficina, algún cumpleaños, un matrimonio y hasta un funeral./ Ella y su Pfaff, ataviaron de belleza a las vecinas, familiares y desconocidas, para todos aquellos momentos que cuentan en la vida de una mujer./Esa máquina de coser fue mucho más que su pasatiempo, simbolizó su independencia y rebeldía en una época en la que el hogar era la única opción.
La Pfaff, máquina agradecida, solo pedía el mantenimiento necesario: aceitar, hacer limpieza y reponer alguna pieza, la obligaban a parar por dos o tres días, y luego, volvía a la marcha./
Pero, las cosas, también están destinadas a envejecer. Eso fue lo que les pasó a la Pfaff y a la costurera. La primera, debió ser reemplazada por una máquina más rápida e
innovadora y la segunda; dejó de coser a causa de un glaucoma./Terminó archivada, en el cuarto de antigüedades, y fue justo ahí donde la rescaté una tarde de octubre, cuando finalizaba mi licencia de maternidad. Julieta y yo, comenzamos a organizar el cuarto, encontrando toda clase de objetos y utensilios que todavía servían y que podían amoblar una casa entera.
Allí la vi, cubierta por una manta blanca a rayas rojas. Al quitarla, reconocí su belleza, mientras a mi mente, llegaban recuerdos de esas tardes en las que ella me contaba historias, dejándome jugar con sus implementos de costura, haciéndome vestidos y disfraces, enseñándome la estética del color y de lo femenino, para que yo aprendiera a expresarme a través de la moda, pues decía que no se trataba solo de ropa.
La reclamé, impuse mi voluntad y dije que quería arreglarla, esmaltarla nuevamente, -esa Pfaff es mucho más que una máquina de coser; representa el
carácter y espíritu de la costurera- dije./Hoy es una hermosa mesa de portarretratos y materas, que salvaguarda la memoria de lo que hemos sido como familia durante estos años, es como si las manos de la abuela aún nos
sostuvieran, sintiéndola cerquita, sin hacer mucho ruido, así como cuando la veía coser y
ella, a través de sus lentes, paraba un momento su costura, para mirarme y regalarme una sonrisa.
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